Del via crucis al altar, media un trecho más bien parco en este país. Es relativamente fácil pasar del más lacerante Gólgota a la entronización con tintes acríticos. Y exactamente al revés, en trayecto inverso: miren si no lo que les ocurrió a la sempiterna Movida de los ochenta o al baqueteado indie de los noventa. Convertidos en guiñapos por mor de un revisionismo más bien cutre, tras años de sacralización sin medida.
Chimo Bayo, The Stone Roses, Orxata Sound System y Megabeat.
El fenómeno reviste mayores cotas – si cabe – de tremendismo en tierras valencianas, en donde tan complicado (por no decir imposible) resulta trazar un relato histórico sin elipsis por lo que respecta a la música pop. En un terruño en el que, lejos de consolidar su marca, hasta los locales nocturnos se ven obligados a cambiar de nombre o morir por inanición, la falta de continuidad de cualquier fenómeno (y de su reflejo mediático) acentúa los contrastes. Se incentiva así la lectura desde los extremos.
Y así, aquel fenómeno que una vez compendió todas y cada una de las propiedades maléficas habidas y por haber puede tornarse, en cuestión de unos pocos años, en el mayor movimiento de vanguardia que ha conocido la cultura juvenil europea en las últimas tres décadas. Resulta más que sintomático que tengan que ser visiones externas (la de Luis Costa y su imponente historia oral Bacalao, de 2016) o trabajos mediados por periodistas que – por una cuestión de edad – no lo vivieron en primera persona (el recomendable podcast Valencia Destroy de Eugenio Viñas) los que contribuyan a reorientar la mirada sobre una época que, como tantas otras escenas y brotes de creatividad con sello netamente valenciano, nunca ha ido sobrada de firmas que la escriban.
Muy distintas eran las cosas en 2004, cuando se editó En èxtasi, del periodista Joan Oleaque: el primer, más completo y ecuánime estudio sobre lo que ocurría en la miríada de discotecas que jalonaban el trayecto por carretera entre Valencia y el Perelló, entre principios de los ochenta y los albores de los noventa. Tuvo que ser también una editorial catalana quien le diera forma, y tampoco el hecho de estar escrito en catalán y de dedicarle un amplio espacio a la peculiar prolongación del fenómeno en los antros del extrarradio barcelonés eran precisamente factores que jugaran a su favor, en un momento en el que la Ruta seguía – mediática e incluso didácticamente – en el fango. El cambio comenzó a visualizarse ya con contundencia con aquella exposición de 2013 en el MUVIM: la Ruta entraba en el museo, espacio teóricamente reservado a la alta cultura. El highbrow, que dicen los británicos.
Y desde entonces, el reguero de publicaciones que han ido situando aquel legado en un nuevo contexto ha sido imparable. Tanto desde el ámbito de la ficción (las novelas del periodista Carlos Aimeur e incluso la que pulieron – mano a mano – el DJ Chimo Bayo y la periodista Emma Zafón) como desde el verismo periodístico (publicaciones digitales especialmente, con mayor o menor cuota de sensacionalismo). Hasta llegar a lo que podríamos considerar el cierre del círculo y también un acto de cierta justicia: la reedición, por fin en castellano y con una oportuna poda – por un lado – y actualización – por el otro – del referencial libro de Oleaque, trece años después. Bandas emergentes como Mueveloreina o Machete en Boca graban ahora sus clips en Chocolate, guiñando algo más que el ojo a una época que Orxata Sound System también reivindicaron cuando no era – ni de lejos – tendencia. Mientras tanto, Fran Lenaers pasa a engrosar el cartel del Sónar. Pruebas de que, definitivamente, los tiempos han cambiado.
Pasados los años, comienza a imponerse ahora, casi como un mantra, un lamento casi unánime. Y también muy propio del carácter valenciano, a ratos victimista y casi siempre cándido. Si Manchester supo construir un relato y conservarlo, ¿por qué no nosotros? ¿Qué habría ocurrido si los DJs británicos Paul Oakenfold, Danny Rampling y Nicky Holloway hubieran escogido la costa valenciana en 1987 y 1988 en lugar de la ibicenca? Interrogantes no exentos de lógica, que sin embargo suelen perder de vista lo esencial.
Podemos seguir resaltando – y con razón – la sana apertura de miras de sesiones en las que si algo primaba era la falta de prejuicios, la simbiosis entre lo orgánico y lo sintético, la conexión con el acervo belga, alemán y europeo en general (y el desdén hacia la música negra, que llegó a distorsionar también la recepción aquí del acid house) y el interclasismo de sus interminables bacanales de ritmo y química. Pero al final, no hay mucha más cera que la que arde: la pervivencia de una escena se mide también por su legado en forma de productos perdurables. Ese es el calibre con el que suele discernirse la fina línea que separa el ocio de la cultura. O la cultura de su prima menor, la subcultura.
Y por mucho que cualquiera de nosotros pueda hacerse eco del efímero sonido Valencia (los trabajos de Megabeat o Interfront), lo cierto es que aquí nunca tuvimos un Pills’n’Thrills and Bellyaches (Happy Mondays) o un Newbuild (808 State) que llevarnos a la boca. Ni siquiera unos primos del norte que frecuentasen nuestros garitos para marcarse un Screamadelica (Primal Scream). Y eso, se quiera o no, acaba marcando la diferencia. Más allá de que los Stone Roses dieran su primer concierto español en Barraca.