Yo soy el otro. La fulgurante afirmación que el poeta simbolista Arthur Rimbaud escribió en 1871, parece pensada para describir las constantes desapariciones y transformaciones que ha sufrido la mítica y siempre cambiante figura de Bob Dylan a lo largo de los años.
Si nos atrevemos a seguir el hilo dorado que conecta a Andy Warhol con los personajes que lanzan sus mensajes a través de videoblogs popularizados gracias a YouTube en la actualidad, comprobaremos que las figuras que alcanzan la celebridad gracias a los medios de comunicación no dudan en recurrir sistemáticamente al expolio y el engaño. En un mundo como éste los mayores artistas han sido, casi de forma axiomática, los mayores fraudes. Y si echamos la vista a los últimos cincuenta años, es posible que nos resulte difícil encontrar a alguien capaz de igualar a Bob Dylan en su asombrosa capacidad de encarnarse en tantas figuras contradictorias, basculando con la habilidad de un virtuoso funambulista entre el manejo de artimañas y el deslumbramiento por una verdad esotérica.
Sin duda hay algo más que Robert Zimmerman. Ese inquieto adolescente judío criado a la sombra de Eisenhower en Minnesota, que tomó prestado el nombre del poeta galés Dylan Thomas, y el estilo y el imaginario de Woody Guthrie, trovador folk que cantaba a los pobres y los oprimidos. Esto no sería nada más que descaro, pero en lo siguiente apareció el genio. Dylan manufacturó un enigma, una personalidad mercurial que resulta ferozmente contemporánea pero que al mismo tiempo evoca un pasado pastoral que se adivina legendario. Desde ese comienzo, Dylan tuvo la destreza de absorber y metamorfosear la tradición musical americana, de la que él siempre ha parecido más un intérprete que una encarnación. Como el poeta Walt Whitman, otra voz fundacional de la arcadia americana, muestra una fuerza omnívora y, al igual que el protagonista de “El timador”, novela de Hermann Melville, su identidad se evidencia perturbadoramente escindida. En el momento que nos creíamos capaces de clasificarla, ya no se encuentra en el lugar que pensábamos. Como una llama, si tratamos de retenerla en nuestras manos, irremediablemente nos quema.
Puede que otros músicos hayan cambiado de estilo musical con mayor regularidad que Dylan, los ejemplos de Miles Davis y John Lennon acuden rápido a la memoria, por no mencionar a Igor Stravinsky, pero nadie había encarnado a tantas personas. Por ello, cuando el director Todd Haynes decidió abordar la vida del cantante en su film “I´m not there” optó por la audaz solución de armar un caleidoscopio en el que seis actores distintos representarían diferentes facetas del cantante. Hijo de familia acomodada, poeta, profeta, fuera de la ley, fraude, estrella de la electricidad, mártir del rock and roll, cristiano renacido…
Y esa dificultad es la base de la obsesiva búsqueda de respuestas por parte de sus seguidores, pero Dylan nunca nos lo pondrá fácil y eso es frustrante. Dylan es evasivo y misterioso, una esfinge socarrona que calla su secreto. Pero lo más intrigante de Dylan no son sus sucesivas reencarnaciones, sino su inteligencia para convertir esas sacudidas en una obra vivificante y fecunda, que anima por igual al himno folk “Blowing in the Wind”, que a la poesía beat de “Chimes of Freedom”. Tal vez “A Hard-Rain’s a-Gonna Fall” y los ecos cristianos de “Slow Train”, sean dos caras de la misma moneda del rabino primigenio. Si leemos sus “Crónicas” (Global Rhythm Press, 2005) comprobaremos que Dylan siempre se mantuvo alerta, dispuesto a no dejar que las expectativas de los demás lo definieran, pero también descubrimos que no se le escapa su condición actual, nueva mutación, de vestigio de la música oldie.
“Me encontraba tendido en el asfalto. Había una persona perdida dentro de mí y necesitaba encontrarla. Donde quiera que vaya soy un trovador de los 60, una reliquia de la música rock, un artista de las palabras que dio sus frutos en días pasados, un rey ficticio de un lugar que ya nadie conoce”.