Hablar de «Sherlock Jr.» (El moderno Sherlock Holmes, 1924), uno de los más singulares empeños en la genial filmografía de Buster Keaton, supone un trabajo difícil. En lugar de encontrarnos ante una única película, da la impresión que se despliega ante nosotros un universo cinematográfico en continuo devenir, capaz de mutar dependiendo del espectador. Nada extraño si tenemos en cuenta que el director declaró haber rodado 18.000 metros de película para un film que se quedó en 1.239 metros (nos viene a la mente la célebre fotografía que muestra a Keaton perdido en una montaña de celuloide).
En este film en el que un proyeccionista sueña con ser un personaje de la película que está proyectando, Keaton conjuga el ritmo frenético de sus primeros cortos con el desarrollo casi sinfónico de sus largometrajes, reduciendo la exposición de la trama a un breve bosquejo inicial, un auténtico preludio que da paso al sueño del protagonista. Logra ir más allá del relato, del dominio de la pura acción. «El moderno Sherlock Holmes» trasciende la mera colección de momentos cómicos registrados por un ojo mecánico a la manera de Mack Sennett, el rey del slapstick (el humor basado en el golpe y el porrazo). Esta inquietud la vemos desde los inicios de su carrera como director, explorando el mundo del espectáculo desde prismas muy diferentes: adentrándose en el teatro de vodevil en «The playhouse» (1921), analizando la relación con el público en «The frozen north» (1922) y «El moderno Sherlock Holmes» hasta examinar el trabajo del operador de cámara en «El cameraman» (1928). Keaton no es únicamente el hombre delante de cámara, es la propia cámara. Un experimentador total.
No podemos obviar que el clima cultural de comienzos del siglo XX favorecía la meditación autorreferencial y metalingüística; recordemos que en pintura, poco antes, René Magritte (y su célebre pipa) había puesto en evidencia la traición de las imágenes. Otro hito lo marcó en 1921 el escritor italiano Luigi Pirandello al estrenar la obra teatral «Seis personajes en busca de autor». Si comparamos la pieza teatral y la película de Keaton, nos encontramos por una parte con una obra sin actos ni escenas, que se sumerge en los mecanismos de la creación, y por otro lado, hacemos frente a una película sin trama, que se cuela en el impacto emotivo del público del cinematógrafo, en el sentido en el que se proyecta en lo visto en la pantalla. En un claro homenaje, Woody Allen dirigió en 1985 «La rosa púrpura del Cairo», en la que una mujer frustrada se refugia en el cine para ver una y otra vez la misma película hasta que un día el protagonista, enamorado de ella, atraviesa la pantalla para conocerla.
Pero el germen de la película no surgió de la vanguardia, sino del deseo infantil por parte del director de reproducir delante del ojo de la cámara hallazgos cómicos y trucos de ilusionismo aprendidos durante su juventud del vodevil. Invenciones propias del mago Houdini, acrobacias circenses, el sentido de la maravilla del pionero Méliès e intermedios farsescos se sucedieron en la mente de Keaton hasta formar un catálogo del entretenimiento espectacular (que en la película acabaría derivando en la puesta en duda de sus mecanismos de representación y de las expectativas del espectador). Pero estos elementos no bastaban para armar un film, para tejer una historia. La solución fue sugerida por parte de uno de sus colaboradores: «Tiene que suceder en un sueño. Para hacer todo lo que pretendes, el protagonista debe ser un proyeccionista que se queda dormido y sueña con ser uno de los personajes de la película. Entonces puede comenzar la historia».
Es la aventura que viven todos los espectadores al encontrarse en la sala a oscuras. En «Sherlock Jr.» el desdoblamiento del proyeccionista se convierte en un acto físico, en una escisión material: en el espacio de la cabina, sueño y realidad se confunden. Keaton permanece dentro espiando el desarrollo de la película que proyecta, pero al ver amenazada a la protagonista de ese mismo film, titulado «Hearts and pearls», se precipita dentro de la pantalla para socorrerla. Keaton sueña, pero también se abandona a una ficción que transfigura lo vivido en una fantasía de escenas inconexas, enredadas en un laberinto narrativo. Hasta llegar a la escena en la que salva a la protagonista, a todas luces inverosímil, pero necesaria (en la lógica del sueño). El final feliz no llega por los méritos del protagonista sino por la exigencia del relato soñado. En esta urgencia, el cine y el sueño coinciden en un mismo plano, como universos de posibilidades en los que recorridos ilógicos convergen en un final más coherente que el que hubiera podido ofrecer la propia realidad.
En cuanto al tratamiento del espacio, no podemos dejar de observar que a diferencia de sus colegas del cine cómico americano, todavía ligados a una puesta en escena deudora de la tradición teatral y de modelos figurativos decimonónicos, Keaton proyecta su cine-ojo más allá de una escenografía inerte y construye una elegante geometría de líneas en las que los objetos no solo ocupan el espacio, sino que lo definen. En la célebre escena en la que atraviesa la pantalla, Keaton trata de bajar los escalones de una sala, pero resbala en el pavimento de piedra del jardín; confuso, trata de sentarse en un pedestal, pero como en una broma infantil el cambio de escena le priva del apoyo, y nuestro héroe cae en una calle llena de tráfico. Se pone en pie para encontrarse súbitamente en lo alto de una montaña para, al girarse, verse rodeado de leones en una improbable jungla. A cada cambio, el protagonista ocupa la misma posición en el encuadre, mientras en torno a él el mundo se transforma sin cesar, en una suerte de zapping de situaciones enloquecidas que cuestionan la realidad y su representación.
La depurada mirada de Keaton sobre el mundo será siempre aquella que nos dejó en la magistral «El maquinista de la general» (1926) en la que el ojo está fijado en un punto de fuga ideal. Es la mirada de un vértigo que construye geometrías y lo registra todo, hasta integrar el hombre y el paisaje, primeros planos y fondos en los que el ojo se pierde. Como en «Sherlock Jr.», la profundidad de campo se introduce en el lenguaje como un instrumento narrativo, y Buster muestra una extrema precisión en el trazo, construyendo espacios límpidos como los cielos de Piero della Francesca; enjaulando la realidad en composiciones que confieren a los fotogramas un valor casi abstracto. En la escena que abre la película, una sala de cine retratada desde una perspectiva central, la articulación de líneas horizontales y verticales reclaman sugestiones propias de una tela de Modrian.
Pero por encima de consideraciones técnicas o semánticas, «Sherlock Jr.» reluce por la estudiada elegancia de sus momentos cómicos. Algunos, intentando reivindicar a Keaton por mucho tiempo oscurecido por la propuesta más populista de su amigo Charles Chaplin, han tratado de destacar el lado teórico de su cine, obviando su genio cómico. Pero en Keaton la risa y la reflexión siempre estuvieron unidas en una mágica alquimia. Su peculiar comicidad no se inspira únicamente en el frenesí del slapstick de Sennett, llegando a transfigurarse, según el director francés Eric Rohmer, en una extraña comicidad contemplativa. «Sherlock Jr.» nos ofrece un magnífico ejemplo de esta comicidad íntima, mostrada a través de un estilo interpretativo único en la escena en la que Buster se presenta en casa de la protagonista. En el pasillo frente a la escalera ambos muestran signos de agitación; ella visiblemente turbada, él rígido y con la mirada perdida. Como en «Our hospitality» (1923) y muchos otros de sus films, el protagonista es un joven torpe e introvertido, de una gentileza reservada, pero poseedor de una obstinación inquebrantable. A la invitación de ella a pasar a otra habitación, él consiente con una inclinación de cabeza, pero antes de atravesar la puerta Buster tropieza, y como haríamos nosotros, intenta camuflar el traspiés retomando lo antes posible al equilibrio. Su gesto es silencioso y discreto, allí donde Stan Laurel hubiera lanzado muecas histéricas. Esta es la clave de la todavía hoy efectiva comicidad keatoniana, esquiva y sutil, pero siempre profundamente humana. Otro célebre instante que tenemos que remarcar, llega casi al final, cuando Keaton, en precario equilibrio sobre una moto, se gira a sus espaldas, dirigiendo la mirada directamente a la cámara (bien podría parecer que al propio público). Se trata de una de las imágenes más vivas de su cine, y una brillante respuesta a los que le acusan de forzada inexpresividad, sin comprender la enorme diferencia de su registro interpretativo frente a Chaplin o Harold Lloyd. Una interpretación contenida y casi abstracta, construida con pequeños gestos cotidianos y enemiga de los aspavientos, poseedora de más verdad que los delirios histriónicos de muchos.
La delicada melancolía que traspasa «Sherlock Jr.» y el resto de su filmografía, las ansias ocultas que lo agitan, no son precisamente el residuo de una máscara incapaz de sonreír, sino el resultado de un proceso emocional y creativo que pone en duda las certezas del espectador. En el final de «Sherlock Jr.», Buster corteja a su amada espiando lo que hacen los protagonistas de la película «Hearts and pearls» en la gran pantalla, pero este campo-contracampo está dirigido al público que observa. Los interlocutores privilegiados somos nosotros, y hoy, como hace noventa años, su cine nos sigue haciendo preguntas. El amplio ciclo que La Filmoteca de Valencia ha programado del 23 de septiembre al 19 de octubre es una magnifica ocasión para volver a comprobarlo.