Distopía y cine en la Filmoteca de València

por | 6 junio 2018 | Reportajes

La Filmoteca de Valencia programa una minuciosa retrospectiva en la que desfilará una sustanciosa representación de los diversos mundos distópicos que nos ha dado el celuloide. Desde la seminal «Metrópolis» (Fritz Lang, 1927), el cine ha lanzado un caudal casi inagotable de variaciones en torno civilizaciones futuras, en muchos casos a través de adaptaciones literarias. Pero la ciencia ficción no solamente proyecta especulaciones hacia el futuro, sino que se convierte en un espacio privilegiado para el análisis de las tensiones que atraviesan el tiempo en el que es concebida.

CINE-Y-DISTOPIAMetropolis, Julie Christie en Fahrenheit 451 y Ghost in the Shell.

 

Buena parte de la novela de George Orwell «1984» (publicada en 1949), en especial lo referente a la miseria y pobreza urbanas, en lugar de ser una fabulación propia de la ficción antiutópica, plasma una certera representación del Londres que salía de la II Guerra Mundial y de una «Alemania, año cero», radiografiada por Rossellini un año antes, preparada para entrar en esa paz enrarecida conocida como Guerra Fría. La novela de Orwell, así como su adaptación cinematográfica dirigida por Michael Radford el año que da nombre a la obra, extraen sus efectos emocionales de la familiaridad misma de un escenario, físico y social, en el que se escenifica el régimen del Gran Hermano.

En su novela, Orwell, basándose en sus propias experiencias en la propaganda radiada de la BBC durante la contienda, convierte a la palabra en uno de los principales mecanismos de control social. Puede sorprender que las estrategias de condicionamiento desplegadas en la novela reflejen más la manipulación vivida dentro de las democracias y no solo, como sería fácil pensar, las maquinarias de las que se sirven los totalitarismos. La creación por parte del gobierno de una revolucionaria «neolengua» para sustituir a la «vieja», pretende limitar el alcance del abanico mental de los ciudadanos. Una vez que cierta idea no pueda expresarse, se hará informulable. La misma convicción sostiene lo escrito por Ray Bradbury en las páginas de «Fahrenheit 451» y en su apasionada traslación al celuloide de la mano de Truffaut.

El argumento de esta novela habla también en sordina de su contexto histórico: un 1953 marcado ya por la Guerra Fría. Los soviéticos estaban enviando artistas a los gulags y todo libro en el que pudiera latir la mínima disidencia era prohibido; mientras, en los EE.UU, el senador McCarthy perseguía a los escritores y el infausto Comité de Actividades Antiestadounidenses se encontraba en pleno apogeo. Y, por supuesto, ardía con viveza en la memoria, con todo su esplendor siniestro, el recuerdo de los nazis. Pero las sirenas y las luces de «Fahrenheit 451», convertida ahora en un film de la HBO, todavía resuenan. Como bien sabemos, la censura nunca se ha ido, después de todo.

Si bien «1984», de la que ahora se prepara una nueva adaptación fílmica que seguramente apunte hacia Trump y sus «fake news», ha sido más reconocida por su tratamiento de la política del lenguaje y del lenguaje de la política, su madeja emocional se sitúa en la relación entre los protagonistas, Winston Smith y Julia, personas con las ideas de 1949 y al mismo tiempo perdidas en el laberinto amenazante de 1984. Y lo que es más, todo ello es transmitido no en términos de abstracciones políticas, sino mediante un conmovedor vínculo amoroso que nace en un contexto hostil. Incluso los niños pertenecen a la fanática «Liga Juvenil Anti-Sex»; todo aquel que se enamore correrá el riesgo de ser descubierto y castigado. El acto sexual entre estos dos personajes será mucho más que el mero alivio de la tensión erótica, expresado por Orwell mediante unas palabras que se han convertido en un mantra que no ha perdido vigencia: «Su unión había sido una batalla, su orgasmo una victoria. Fue un golpe asestado al Partido. Fue un acto político».

Al enfrentarnos a esta historia, no resulta difícil imaginar entre sus pliegues -aunque seguramente esto pasaría desapercibido para Orwell y para la mayor parte de los lectores del momento- otra novela que tuviera en su centro el romance entre dos hombres, en el Londres de 1948, bajo la amenazada del chantaje y la denuncia. Sería una novela de un realismo deprimente, al igual que tantas otras que abordaron la homosexualidad desde el final de la guerra hasta la aparición de los relatos de reafirmación propiciados por el movimiento de liberación gay. Y es casi seguro que los lectores heterosexuales de esta novela -no serían muchos- no la reconocieran como algo real.

Anthony Burgess, que llevó a cabo una explosiva indagación sobre los mecanismos de la represión activados por la sociedad en «La naranja mecánica», planteó en su novela «La semilla necesaria» (1962) lo que sería una pesadilla para lectores heterosexuales imponiendo a los personajes de esa misma condición las habituales rutinas que gobernaban las vidas de los homosexuales en la época en la que se escribió. Se trata de una narración incómodamente cómica, en la que Burguess bosqueja una sociedad que pasa por un período en el que los valores de la homosexualidad, la infertilidad, el infanticidio y la paz perpetua se elevan sobre la habitual glorificación de la heterosexualidad, la fertilidad, la maternidad, Dios y la guerra. Desde esta perspectiva juguetona se desactivan valores considerados inamovibles. Sin llegar a tales atrevimientos, la película presente en el ciclo «Edicto Siglo XXI: Prohibido tener hijos» (Michael Campus, 1972), se acerca a estos planteamientos.

«Blade Runner», adaptación de la novela de Philip K. Dick «Sueñan los androides con ovejas eléctricas?», es otro de los mayores hitos de la ciencia ficción. Las profecías del cyberpunk se han ido verificando sustancialmente en los más de treinta años que han pasado desde su estreno. Todos estamos conectados, la privatización de la democracia parece casi completada, el mestizaje cultural y la experiencia cotidiana de todos nosotros, injertos biónicos, ha pasado ya su fase experimental y se ha convertido en materia para la comercialización. «Blade Runner 2049» nos conduce exactamente treinta años después de la huida de Harrison Ford y Sean Young. Además de las conexiones narrativas con su precedente, el director canadiense Denis Villeneuve lleva a cabo una delicada operación que reelabora y expande los temas del mítico film de 1982. La representación de un mundo agonizante (casi muerto), donde la diferencia entre réplicas y humanos ha sido ya del todo anulada; los que experimentan sentimientos, los que luchan por desentrañar la verdad son las réplicas, los programas inteligentes, mientras que los pocos humanos que encontramos son despiadados o guardianes del status quo. Un mundo convertido en una cloaca a cielo abierto; al bullicio de una superpoblada Los Ángeles, se opone el erial habitado por figuras fantasmáticas en el que se ha convertido Las Vegas. Pero allí donde la película despliega todo su potencial es al describir el tránsito que lleva la lágrima al píxel. Un bella, melancólica y muy actual reflexión que gravita sobre la imbricación de las emociones con las tecnologías y flujos digitales.

Si en «Blade Runner» y su continuación las ansiedades de los androides se sustentaban en la toma de conciencia de sí mismos y en la búsqueda de una identidad (con todas las disertaciones filosóficas que conlleva), en «Terminator» la rebelión de las máquinas da paso a una mera lucha por la hegemonía entre especies. «Ghost In The Shell» (1995), el anime que sirvió de inspiración a las cascadas de caracteres digitales que irrumpían en «Matrix», va más lejos, llevando a cabo una completa inmersión en lo «nuevo» (sea esto un sistema cibernético de comunicación universal o la creación de un ser viviente que da pie a una nueva alteridad) para trascender el concepto de identidad -al que los individuos nos habíamos sentido ferozmente ligados y que cada vez se cuestiona más en nuestra modernidad líquida- para devenir parte de un todo. El término «ghost» es entendido como «alma» y hasta un software estaría en condiciones de generar una: los cuerpos, aunque sean completamente humanos, son vistos como simples receptáculos. Tal vez por eso Hollywood se esperó hasta el año pasado para estrenar un remake, dirigido por Rupert Sanders, que retrata un futuro que probablemente llegó hace tiempo.

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