Hubo un tiempo – quizá siga ocurriendo – en que a La Habitación Roja les caía el sambenito de prepotentes. Cada dos por tres. Su único pecado era tener ambición. Y además, no lo ocultaban. No se cortaban. Siempre tuvieron claro que querían llevar su música más allá del cap i casal, lejos incluso de cualquier demarcación autonómica. Porque creían rotundamente en sus posibilidades, con una determinación casi ciega. Empezaron a gozar pronto de repercusión en ámbito estatal, y los comentarios maliciosos por parte de otros músicos valencianos arreciaron.
Foto: Jordi Santos
Y eso que era el suyo un eco notorio, pero ciertamente limitado. Nada del otro mundo, no se vayan ustedes a pensar. Quién sabe lo que hubieran tardado en llegar a su particular cima desde Madrid o Barcelona, con la temprana complicidad de sus medios: hubo a quien le dio por especular entonces con un fenómeno similar al de La Oreja de Van Gogh, al igual que hubo – bendita ingenuidad indie noventera – quien pensaba que Astrud serían los nuevos Mecano. Nada de eso ocurrió, como supondrán. Pero su creciente buena estrella era suficiente para desatar la envidia de supuestos compañeros de gremio. Ya saben, ese vicio tan enquistado. Tan español y – lamentablemente – también tan valenciano. Los hay que, incluso hoy en día, veinte años después, aún rumian su escasa estatura (creativa y personal) marcándose unas risas en las redes sociales a costa de ellos, quizá ignorando que hay una cosa bastante más práctica – y elegante, aunque solo sea por aquello de la privacidad – que se llama grupos de whatsapp. Como si a ellos, a los propios La Habitación Roja, les preocupase. Es lo que tiene la mezquindad, que rara vez se ruboriza.
El caso es que Jorge Martí, Pau Roca, Jose Marco y compañía (Marc Greenwood desde hace más de tres lustros y Jordi Sapena desde hace casi una década: ahora le suplirá Endika Martín), siempre tuvieron claro que esto se trataba de una carrera de fondo. De resistir y de aprender – sí, aprender, algo que requiere, como mínimo, una brizna de esa humildad que muchos les negaban – y saber evolucionar. Personalmente, tengo no pocos amigos que me han confesado – en los últimos tiempos – que han aprendido a valorar e incluso a disfrutar de la música de La Habitación Roja. Seguramente no pasen a engrosar su nutrida legión de fans incondicionales, pero han sabido calibrar (con el tiempo) su propuesta. Su testarudo empeño por dotar a sus canciones de diferentes tratamientos sonoros sin que ninguno de ellos impugne ese sello propio que tienen sus discos desde hace ya mucho tiempo. Su habilidad para recubrir de asperezas o bien para mullir ese indisimulado perfil melódico que tienen sus canciones, aderezado con textos de un calado emocional que se muestra siempre impúdico, prendado de una honestidad que a veces resulta desarmante y que nunca se tiñe de ese cinismo tan habitual de quien sobrepasa con creces los cuarenta años.
Han pasado por las manos de Dani Cardona, Steve Albini, Santi García o – ahora – Paco Loco, y en cada estudio de grabación se han dejado empapar por los modos del productor de turno, sin por ello desnaturalizar sus argumentos. También han visto cómo grupos mucho más jóvenes – y con un perfil creativamente más chato – les adelantaban por la derecha en la gran mayoría de grandes festivales de verano. Bandas adscritas sin ambages a ese nuevo indie profiláctico. Pero ellos lo han asumido con franca entereza y deportividad, sin una palabra de más y asumiendo su discutible jerarquía en los carteles. Sin ceder ni un milímetro de ese terreno que se han ganado con trabajo, trabajo y más trabajo. Nadie les he regalado nada.
Personalmente, no sabríamos aseverar si el recién publicado Memoria (2018) es su mejor álbum, como muchos afirman. Quizá la alta estima que aún le dispensamos a Nuevos Tiempos (2005) o Fue Eléctrico (2011) nos impida aún medirlo en su justa dimensión. Poco importa, en cualquier caso. Siguen sonando plenamente reconocibles, al tiempo que ligeramente aventurados (los sintetizadores pesan ahora más que nunca). Sin perder capacidad de contagio. Y lo cierto es que no cabe pedirle mucho más a una banda tras más de veinte años de carrera constante, sobrepasando la decena de álbumes. Ya sea en L’Eliana o en la Cochinchina.