Soy cómica. Eso significa que con cierta frecuencia tengo que vérmelas con la ofensa de los demás, además de con la mía propia. Me interesa el mecanismo psicológico de la ofensa, su funcionamiento interno. Y como siempre que quiero entender algo, empiezo por hacerme preguntas sobre mí.
¿Qué es lo que me ofende? Me molesta que la gente se ría de lo que considero importante. Puedo sentir la rabia en mi pecho, esa queja interna provocada por el choque de mi esquema mental (y mi necesidad de tener razón), con la opinión sarcástica de otro y las risas cómplices del resto.
Siento esa rabia como supongo que la siente cualquiera, pero la observo y la dejo pasar. Considero que lo que sucede dentro de mí es responsabilidad mía. Nadie puede hacerse cargo de lo que me molesta, excepto yo.
La ofensa es subjetiva y entronca con la emocionalidad más personal. Quien expresa su ofensa te está diciendo:
– Oye, eso que dices me hace sentir mal y yo importo que te cagas, así que CÁMBIALO Y NO VUELVAS A HERIRME O TE MONTO OTRO POLLO. Los seres humanos siempre intentamos que los demás cambien para sentirnos mejor nosotros.
Es curioso, saltamos con furia por cualquier broma que nos ofende pero soportamos de forma estoica daños reales sin oponer demasiada resistencia y sin buscar soluciones. ¿Y por qué? Pues porque reparar daños y conseguir que no se repitan cuesta trabajo, hay que actuar en la realidad material y eso nos fuerza a cambiar para ser mejores.
Observa a la gente que se ofende con frecuencia: arman mucho jaleo, ruido, quejas… todo forma parte de esa enfermedad del pensamiento que pone al YO más limitado en el centro del universo. Los ofendidos son los niños mimados de la creación.
No quieren cambiar nada, solo quieren lanzarte su malestar en la cara. Son perezosos y egoístas que, en un planeta repleto de daños reales (hambre, guerras, maltrato, pobreza…), en lugar de ponerse a trabajar para paliarlos, alzan la voz para decir: ¡LO IMPORTANTE ES QUE YO ME SIENTO MAL CON ESE CHISTE!
Gente a la que le importa una mierda lo que pasa en el mundo pero exige que al mundo le importen sus sentimientos heridos por una broma. No hay nada de valor en la queja de los ofendidos sin una acción real en el mundo que nos consuele de tener que seguir tolerando aquello que sabemos inaceptable. Solo hay humo, palabras inútiles, exigencias de malcriados.
Nada cambia si no accionamos. Pero como eso sí exige esfuerzo, preferimos seguir preguntándonos por los límites del humor.
Los límites del humor están, por poner un ejemplo, en que los mismos bancos a quienes cuatro cabrones rescataron con nuestro puto dinero nos sigan desahuciando.