Sabíamos lo que íbamos a ver pero no teníamos ni idea de lo que íbamos a sentir

por | 26 abril 2024 | Conciertos

Jota en Rambleta de Valencia el 18 de abril. Fotos: Susana Godoy. Promotora: Tranquilo Música

Son las sorpresas del arte y de las cosas inútiles. En la parte izquierda del escenario esperaba la batería y en el otro extremo los teclados, enfrente los monitores y delante unos micros con una altura más baja de lo habitual. Después de avisar por megafonía que el espectáculo iba a comenzar, la sala quedó a oscuras y un murmullo de tejidos y cuerpos que se mueven buscando la posición sustituyó las conversaciones. La pantalla se iluminó con su poder magnético y seis sombras se acomodaron formando una fila. Batería, bajo, guitarra, Jota con su guitarra, Natalia con la suya y el encargado de los teclados. El cañón de luz mezclaba blancos y negros. Ya no podíamos mirar a otro sitio. Pasaron unos segundos tensos y comenzaron a tocar.

Dábamos por hecho que la experiencia tenía que ver con el universo sonoro de Jota, con la poética visual de Iván Zulueta, con un tiempo subterráneo, con una utopía posible, con andar por los bordes, con ir a la contra, con envenenarse de imágenes, canciones y sustancias. Algo sabíamos de cine underground, de Kerouac, de Lou Reed, de la contracultura, de la heroína, de los fantasmas, de los riesgos y de la genialidad, de ser joven y de ya no ser nada. Estábamos por el compositor de Superocho, por saciar la curiosidad, por disfrutar en directo de ese disco tan inspirado y por descubrir lo que daba de sí el experimento. No imaginábamos que aquello terminaría teniendo que ver con nosotros. ¿Cuestión generacional? ¿Qué puedo hacer si después de tanto tiempo….?

Unas pinturas de animales hechas de óxido, carbón vegetal, sangre y resina en lo más profundo de una cueva para propiciar suerte en la caza. Un escritor japonés que compra el mismo disco de jazz en reiteradas ocasiones y en distintos lugares con la esperanza de encontrar algún matiz diferente en algún corte del álbum. El autor de la generación nocilla que cree que hay un cedé de The Magnetic Fields que por alguna anomalía tiene algunos sonidos distintos a las miles de copias que se vendieron de ese trabajo. Una venus prehistórica en el despacho de una clínica de lujo que sigue manteniendo su atractivo sexual quince mil años después, la descubrió el autor de Ruido de fondo y yo lo creí. Una tela enorme de manchas azules que es una plegaria atea, desesperada y abstracta. Una superficie de colores planos qué reproduce una marca de sopas y contiene el fulgor del siglo XX. Una cuchilla de barbero que corta la luna. ¿Y si estábamos equivocados y no fue Jota quien puso música a las películas de Zulueta sino que fue el director vasco quien rodó esas cintas pensando en las composiciones que alguna vez grabaría el cantante de Los Planetas?

Empezó el concierto, sonaba raro. Desde nuestras butacas, delante y a la derecha, el golpear de la batería nos llegaba demasiado fuerte. Esa descompensación duró algún tema y al poco se fue armonizando hasta que se nos olvidó. Incluso a oscuras percibimos la tensión de los músicos en su empeño por ajustar la música a la proyección. Alguien comentó después que la voz de Natalia apenas se escuchó pero nosotros ya estábamos en otras cosas. La fusión de canciones e imágenes que se estaba produciendo en tiempo real no sólo disparaba las sensaciones estéticas sino que completaba la narración como no habíamos intuido.

Era muy emocionante, como un terremoto a cámara lenta. De cuando en cuando, como si fuera lo más normal del mundo, se filtraban ecos de otros tiempos, de otras vidas, de cuando íbamos al Velvet, de los miles de cigarrillos que nos fumamos en el Rocafull, de aquel concierto en Garage con Surfin’ Bichos y El Regalo de Silvia, de la noche que tocaron en Arena con Astrud abriendo la velada, de la emoción de los primeros FIB cuando éramos invencibles, de las risas de aquella madrugada que terminamos en los columpios de la calle Campoamor, de los bailes cansados en Le Club y de alguna noche mítica en la Bounty. Hacía nada de todo eso y hacía más de mil años.

La magia de la performance tiene ese valor intangible de lo que acaba. Habíamos olvidado el vértigo del presente. Cuando se encendiera la luz del auditorio de la Rambleta y acabará todo tan solo nos quedaría alguna foto sin áurea y algunos recuerdos destinados a convertirse en literatura. La arena de la playa entre los dedos y los adornos de navidad duran mucho más. Dicen que los clásicos siempre son contemporáneos porque tienen la capacidad de dialogar con el presente. En la última pieza, en Mi ego está en Babia, la canción se pone viva, ágil, juguetona y rabiosamente pop. La ventana del avión deja ver las nubes y un cofre parece que te va a permitir descubrir un secreto. Una melodía tan dulce invita a despedir todo lo que has vivido con una sonrisa. No descarten que en el futuro el director vasco vuelva a contar con otro músico dispuesto a aceptar que aquellas historias familiares también fueron rodadas para acompañar sus composiciones. Mientras llega ese cruce generacional dejemos la pausa accionada. La piel erizada nos duró un buen rato.

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