Valencia, 1994-2006: La vida más allá de La Ruta

por | 24 junio 2018 | Reportajes, València

Salas como Le Club, festivales como Observatori y colectivos como Move, Skyzoo o UHF – primero con sus raves, luego con sus programaciones en salas – dinamizaron la escena electrónica valenciana en los difíciles tiempos de la post Ruta, entre mediados de los 90 y de los 00.

Si cualquiera de ustedes echa un vistazo a los testimonios recogidos en el documental The Last Dance at La Font (2006), en el que se echaba un vistazo colectivo – en caliente, sin la distancia que otorga el tiempo – a aquel largo lustro en el que la discoteca Le Club fue el máximo referente de la noche y de la electrónica valenciana, caerá en la cuenta de una cosa: prácticamente todos los testimonios coinciden en calificar el panorama de aquella mitad de los 00 como un erial. La noche había ido a peor, no había ya interés por arriesgar y aquel club ubicado prácticamente en medio de la huerta, ya amenazado por la excavadora que iba a consumar su expropiación, carecía de relevo. No había generado un sustrato como para sostener un entramado de vanguardia. Si se retrotraen en el tiempo y echan la vista atrás hasta mitad de los años 90, justo una década antes, comprobarán que los argumentos de quienes glosaban las exequias de la agonizante Ruta Destroy (o del Bacalao) eran exactamente los mismos. Como si las Fallas – y su carácter rápidamente perecedero – fueran la consabida y ya irritante metáfora para entender un relato tan discontinuo, Valencia parece destinada a ir edificando escenas que se regeneran sobre un paisaje de tierra quemada. Que entran en combustión hasta esfumarse. Ya sea en el pop, el rock, la electrónica, el hip hop o cualquier subgénero que se precie. Y el caso es que, aunque llevamos tiempo asistiendo a la glorificación de una Ruta que hace mucho tiempo que dejó atrás su particular cadalso (como casi todo lo que ocurrió entre mediados de los 80 y de los 90), da la sensación de que la efervescente actividad de la escena electrónica valenciana posterior, el notorio desmarque – estilístico, de imagen, de espacios y de filosofía – de los tiempos de la post Ruta, haya quedado completamente olvidada. Quizá falte aún perspectiva para evaluar y revalorizar todo aquello que bullió entre 1995-96 y 2005-06, aproximadamente. Porque lo hizo. Vaya si bullió.

Quizá también ocurra que la sombra de la Ruta es tan alargada que oscureció casi todo lo que vino después, reconoce Antonio J. Albertos, más conocido como H4L9000, quien vivió todo aquello de primera mano, ya fuera como DJ, como cronista, como miembro de algún colectivo o como programador de algún festival. Hoy en día dirige Volumens, el Festival Internacional de Exploración Audio & Visual que se celebra desde hace un par de años en Valencia. Sí que recuerda un cambio fundamental: “La Ruta nació en la huerta y el post bakalao nació en la ciudad, era algo más urbanita”. En absoluto le falta razón, aunque también recuerda – y así lo hizo en su aportación al libro colectivo Historia del Rock en la Comunidad Valenciana, de 2004 – que mientras la mayoría de los templos ruteros agonizaban, se gestó una pléyade de promotoras que carecían de plaza fija, y eso las obligaba a montar raves aparentemente improvisadas y completamente alegales. Eran los años 1995, 1996, 1997 o 1998. Con casi una década de retraso respecto al fenómeno rave inicial, el del Reino Unido. Un dato remarca la asincronía: la primera rave valenciana tuvo lugar a finales de 1994, justo cuando en Inglaterra se implementaba la Criminal Justice Bill que ponía fin a las romerías ravers británicas. En realidad, la excepcionalidad valenciana se explicaba por su laxitud legal: ¿quién necesitaba raves a finales de los 80 o principios de los 90, cuando las discotecas de la carretera del Saler cerraban pasadas las seis de la mañana y en muchos casos continuaban la fiesta en su parking? Las raves organizadas por los incipientes colectivos valencianos de la segunda mitad de los 90 – recordamos algunas tan masivas como la del descampado junto a la ermita dels Peixets, en Alboraya, el mismo lugar donde casi 20 años después se prohibió la celebración del festival Mare Nostrum – apenas compartían con el modelo británico su condición outdoor: lo que sonaba ya en ellas era drum’n’bass, jungle y también techno, casi siempre desde una perspectiva más oscura que euforizante.

Colectivos como Move, Skyzoo, Educative Sounds, Punto Beat o UHF y locales como GON o Long Track empezaron a mostrar que otra electrónica era posible, tras los tiempos de autarquía sonora que marcaron los estertores de la Ruta. Se trataba de abrirse a Berlín, Londres o Barcelona. De entrar en sintonía con la vanguardia. De conectar con lo que encarnaba el Sónar desde 1994 (sin olvidar, ojo, que el FIB programó con éxito a Orbital y a Chemical Brothers en su segunda edición, en 1996). De dejar de mirarse el obligo, en definitiva, tras el asedio policial y mediático que había puesto la puntilla al circuito anterior. Jesús Ortega, quien pertenecía al colectivo UHF y algo más tarde abriría Le Club – en el año 2000 – , recordaba así el momento en aquel mismo documental sobre la que fue su sala: “Entonces reivindicamos la calidad del ocio, y que no fueran borregos como el 80% de los sitios, porque en el el año 94 o 95 era demencial salir por Valencia, entre los controles de la Guardia Civil y la gentuza que te encontrabas por todas partes”. Le Club se convirtió en un referente nocturno de primer orden, y tuvo la virtud de aglutinar la actividad de todos aquellos colectivos que habían ido surgiendo en la segunda mitad de los 90, sin ninguna clase de fundamentalismo: en sus tres salas se podía transitar de la electrónica más cerebral al indie del momento, sin perder de vista el rock, el electroclash o cualquier otro género de cierta calidad que sirviera para hacer que el personal moviera los pies. Fue el modelo, en cierta forma, de muchas discotecas valencianas de la actualidad.

“Faltaba que los colectivos empezaran a moverse y a hacer fiestas, y todos ellos recogían la esencia de los 80, porque se nutrían de sonidos que se hacían fuera, pero con una imagen y actitud nuevas: se hicieron actividades paralelas y empezó a implementarse la figura del videojockey, hasta entonces prácticamente inexistente”, recuerda H4L9000. Otra peculiaridad fue la ocupación de espacios insospechados, a falta de infraestructura. Curiosamente, mientras los templos de la Ruta amenazaban ruina, como viejos testigos mudos de su decadencia, los nuevos agentes de la electrónica se buscaban la vida programando en antiguas discotecas para la tercera edad o burdeles. En boites como la antigua Sider, en Russafa – que luego fue Excuse Me y ahora es Piccadilly – o en antros de reputación bastante más dudosa.

OBSERVATORI-2004-VALENCIA

Otra de las patas indispensables para sostener aquella escena fue el Observatori, Festival de Investigación Artística – coordinado por Blanco Añó – por cuyos escenarios pasaron Rinôcérôse, Autechre, Lali Puna, Mouse on Mars, Pansonic o Experience, primero en el MUVIM y más tarde en la Ciutat de les Ciències, con una programación francamente potente desde el año 2000 hasta la segunda mitad de la década. También se encontraron con la pacata coentor valenciana, que censuró su cartel de la edición de 2005 (vía Generalitat) por supuestamente ofensivo hacia la religión católica. “Le Club y Observatori catalizaron la escena, fueron como un meeting point de aquella eclosión”, esgrime H4L9000, quien también recuerda cómo, al principio de pinchar en Le Club, se encontró con que “Fran Campos y Dioni Sánchez pinchaban con el pitch a menos 2”, algo que le extrañó, pero luego entendió, porque “era la única forma de diferenciarse del ritmo de los frenéticos bpms de la última época de la Ruta”. Los tiempos estaban cambiando, sin duda.

Aquel caldo de cultivo también generó una emergente escena de músicos y disc jockeys que sintonizaban con lo que se cocía en el resto de Europa. El trip hop de Every No One o productores y DJs del calibre y la proyección exterior de Nacho Marco, cuya estela seguiría unos años más tarde Edu Imbernon, son la prueba. Algunos perduraron en el tiempo, otros no lo consiguieron. Quizá sea más adecuado hablar de empeños que logran consolidarse buscándose la vida también fuera del cap i casal y otros que quedan varados en el siempre insuficiente circuito local. Como decía DJ Pay (Emili Payà) en aquel documental sobre Le Club, “Valencia es una ciudad con los mismos habitantes que Frankfurt, pero no puede pretender tener la misma escena que Frankfurt”.

En los últimos diez años, son los grandes festivales – también Medusa o Mare Nostrum – los que han acabado copando las grandes citas de electrónica al aire libre. La EDM parece haber barrido con todo. La figura del DJ se ha visto sometida a un cambio de paradigma. Y las raves, desde presupuestos más opacos y – desde luego – menos interesados en la música pura y dura, han tenido algún ocasional repunte. Pero vuelve a haber colectivos, promotores, agentes culturales y toda clase de células con inquietud creativa que, desde los márgenes de la industria, muchas veces desde espacios autogestionados, empeños modestos y con escasa visibilidad mediática, están poniendo su granito de arena para que otra escena sea posible. Ojalá podamos contar su historia en unos años.

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