Hemos sido derrotados
pero no del todo.
Sin embargo, hay que reconocer
que hemos perdido, señor.
[…]
Volveremos a levantar la cabeza
y llegará un día, señor,
en el que saldremos victoriosos.
Entonces habremos ganado.
Pero no del todo.
‘[Hemos sido derrotados]’, Reanudación de las hostilidades (Nacho Vegas, 2017).
Tenía un amigo, húmedo amante de la monumental obra de Nacho Vegas, que solía defender con ferocidad e insolencia que el músico asturiano dejó de interesarle en el momento en el que dejó de consumir y consumirse. El placer vicario del fan que vive superficialmente a través del artista, el cliché de los clichés. Y me temo que no estaba solo. Mi amigo, digo. La deriva morbosa en la que desemboca la fascinación voraz por la figura del artista más allá de su creación es bastante más común de lo que pudiéramos creer. Así se construyen los juguetes rotos. Así se rompen los juguetes rotos. Sin embargo, Nacho Vegas sobrevivió. Sujetando sus pedazos como se sujeta una maqueta barata a la que le faltan piezas para mantenerse en pie. Sosteniendo su existencia en los peores momentos; esos en los que todos participábamos de la autopsia en vida de su biografía más privada, abierta en canal sobre el frío acero mientras sus órganos aún se movían al margen del esperpento. Y eso es lo que le jode a mi amigo.
A Nacho Vegas le ha pasado lo que le pasó a Cat Power: todos a su alrededor querían que fueran estrellas del rock, esas de vicios y virtudes públicos que probablemente ninguno quería ser. Y eso suele tener sus consecuencias. Sin embargo, contra todo pronóstico ha sobrevivido a su autodestrucción de la misma forma que nosotros hemos sobrevivido a la nuestra desde que empezó este siglo. De aquella manera. No hay desvíos, no hay vuelta atrás: sólo está el camino. Ya lo decía él en el mismísimo principio del viaje, mientras duraba la resaca del invisible efecto 2000 en Actos Inexplicables, su primer disco en solitario. Empezó así su recorrido a la vez que empezaba el de todos en este extraño siglo sin coches voladores pero con un capitalismo incapacitante que lo pudre todo. En estos más de 20 años de viaje, Vegas no ha sido otra cosa que nosotros mismos; una especie de audaz experimento de antropología cognitiva en el que la fusión de identidad funciona en dos direcciones: del grupo hacia el individuo y del individuo hacia el grupo. Sin solución de continuidad. El verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria. Y lo que no era su gloria también.
Nadie llega tan lejos si no es para seguir. Nacho Vegas está para hacer lo que no hizo ‘A dos metros bajo tierra’. Es casualidad que sólo un mes separe ambos estrenos, pero finjamos que no, que existe una conspiración para alinear todas las claves de la existencia entre mayo y junio de 2001 —ignoremos que en julio se publicó también el debut de Strokes, por la magia—. Dos décadas después, el cantautor continúa dejando testimonio de una evolución más difícil de parar que sus cajas de música (perdón). Esa, la que arrumbó los dramas del individuo —y que nos calaban más hondo que la humedad— por los del colectivo, la que hizo sitio para la hipóstasis de todas las personas gramaticales en una sola; la Santísima Trinidad de la ventriloquia social. La demostración empírica de que, en lo que respecta a la evolución humana a una escala micro, uno debe estar contento si puede mirar hacia atrás e identificar las faltas que le siguen a lo lejos por el camino. Es verdad: todos tus pecados viajarán contigo hasta el más puro final del camino.
Vegas trazó un ambicioso plan que consistía en sobrevivir, y ahora sabemos que no era una forma de hablar. Así lo ha hecho todos estos años, le pese a quien le pese. Sin dejar de ser el registrador de la realidad que siempre fue, pero pasando de captar a un ejército de cínicos en el Carrefour a convocarnos para una resituación que en 2022 remata en alegato por la ternura. Por eso su transformación no deja de ser la nuestra, la de una Españita que corre de precipicio en precipicio tratando de no dejarse los tobillos en la carrera. Su último disco, ‘Mundos inmóviles derrumbándose’, es producto natural de su tiempo y probablemente contiene sus mejores canciones de los últimos diez años. Sin embargo, esta es sólo una opinión. Una de las muchas tramas que nos ofrece la película de Nacho Vegas. Su relevancia como medida de la situación eclipsa el resto de consideraciones: su papel como cartógrafo de los tiempos en este país trasciende ya cualquier otra consideración.
El viaje de NV continúa y por el camino han quedado miedos y mitos, que diría un hombre burbuja. Mitos como el de la necesaria autodestrucción del artista para alcanzar la excelencia epifánica, el del papel de las sustancias en proceso de la creación artística o el de la falsa cita de Churchill sobre el liberal a los 25 y el conservador a los 35. Y miedos como a tratar de desentrañar todo lo que el propio miedo esconde, a la maldición del músico indie posicionado políticamente o, claro, al del zumbido de los mosquitos. Todas y todos somos el hijo pródigo, el de la parábola de Lucas 15 (guiño, guiño), el que se encuentra siempre en eterno retorno y nos ofrece una y otra vez la más importante de las lecciones, la del viejo fakir: cuando hayas acabado no habrás hecho más que empezar.
2001