Los millones de muertos de la I Guerra Mundial llevaron a Sigmund Freud a reflexionar sobre la pérdida. En su obra ‘De guerra y de muerte’ el psicoanalista afirmaba que tenemos que hacer de la muerte algo propio de la realidad. Lo que tardemos en hacerlo provocará que vayamos esquivándola, hasta que de manera imprevista o repentina nos tengamos que enfrentar a ella, sin recurso alguno para desmentir su existencia.
Llevaba razón el neurólogo austrojudío. Aún siento el dolor profundo que supuso perder a mi madre hace más de tres años, por lo inesperado. Con el paso del tiempo la confusión, fue dando paso a la convicción que solo aceptamos la muerte una vez esta se ha producido. Pensamientos similares se abalanzaron con crudeza sobre el músico británico Robert Smith, cuando la pérdida de sus padres y de su hermano Richard Smith acontecieron durante el período de composición y grabación de Songs Of A Lost World.
Por eso me ha impactado tanto escuchar el último álbum de The Cure, que el azar quiso que se publicara el 1 de noviembre, mientras los valencianos estábamos noqueados por las noticias sobre el mayor desastre natural del siglo, con más de 220 muertos. El disco te absorbe desde los primeros compases del tema “Alone”, a partir de los cuales sabes que no estás ante un disco más, sino que vas a escuchar uno de los mejores de la banda británica.
Songs of A Lost World es el álbum número 14 de The Cure y el primero en publicar en 16 años. Compuesto y producido por el propio Robert Smith, en él vuelve a confiar en los músicos que le acompañan los últimos años: Jason Cooper a la batería, Roger O’Donnell a los teclados, Reeves Gabrels a la guitarra, y como no, la otra mitad del grupo desde 1980, el bajista Simon Gallup.
Aunque no es la primera vez en la que Smith nos habla de duras situaciones emocionales, los sueños perdidos o la añoranza de los familiares que ya no están, crea un ambiente de tristeza y nostalgia como nunca habíamos escuchado. Son relatos introspectivos, que necesitan de una duración que pulveriza redes sociales de inmediatez absurda, apostando, por lo contrario. Robert Smith reclama la música para escuchar, comprender, emocionarse, un discurso que se alza por encima de las pistas de baile, el consumo rápido, la vacuidad de los concursos televisivos y el consumo banal.
Con ecos de Disintegration (1989), y la trilogía gótica que son Seventeen Seconds (1980), Faith (1981) y Pornography (1982), The Cure cantan literalmente a un mundo perdido. Los tiempos de paz que dan lugar a la guerra en “Warsong”, hacerse viejo en “Drone:Nodrone”, los sueños incumplidos en “All I Ever Am” Estamos ante un álbum inmenso. Oscuro a veces, triste, profundo e impregnado de una belleza recogida en el segundo tema “And Nothing Is Forever” que como cantara Joan Manuel Serrat, consigue que lloremos cuando nadie nos ve.