La posibilidad de lo cool

por | 15 febrero 2024 | Conciertos

Jay Jay Johanson

El azul en muchas de las portadas de Blue Note, la sonrisa luminosa de Paul Newman en La Leyenda del Indomable. Nina Simone perdida en las teclas de su piano como si oteara la profundidad del océano. En una mañana nublada y parisina Albert Camus fuma con una mueca, como imitando a Humphrey Bogart. La juventud eterna de Scarlett Johansson se abre paso entre la multitud que inunda una calle de Shibuya, unos pasos por detrás un Bill Murray con cara de perplejidad se afana para no perderla. Just Like Honey irrumpe en la pantalla con ese ímpetu que recuerda a las producciones de Phil Spector. ¿Se puede molar más?

Frente al espejo del baño Amy Winehouse se hace un moño imposible invocando a las Ronettes; en su casa de Candem suenan The Specials. Paul Auster, enfundado en un abrigo de paño, pasea por Brooklyn buscando un estanco para comprar cigarrillos. Jarvis Cooker se ajusta la corbata malva sobre la camisa oscura antes de abordar el Pyramid Stage, tiene unas cuantas canciones sobre gente corriente que definirán un tiempo y a una generación. La biblioteca de Umberto Eco en Milán y la colección de discos de Haruki Murakami en Tokio son lugares ideales para abordar la inmortalidad. Dicen que si Chet Baker se dejaba llevar por su trompeta el atardecer se impregnaba de olor a jazmín y que siempre que García Lorca entraba en una habitación la estancia se iluminaba. La atracción de lo cool es un destello sutil y magnético, una leve agitación del aire, un olor suave y delicioso, un ligero soplo en el corazón.

Hay que ser absolutamente moderno, anunció Rimbaud con soberbia adolescente. El poeta de Una Temporada en el Infierno intuyó que esta sería una de las imposiciones escondidas en el tiempo futuro. Bowie, Warhol, Eno, Björk, Jobim, Kim Gordon, PJ Harvey, Nico, Patti Smith, Paul Weller, John Lennon, Lana del Rey, Yung Beef o Burial descubrieron que aún se podía ir un poco más allá de lo obvio. Ser cool suponía alcanzar el estadio ideal en la industria de la seducción, un intangible difícil de definir pero fácil de experimentar. Liquidada el áurea de las obras de arte por la repetición mecánica del fordismo, como advirtió Walter Benjamin, llamar la atención ante la abundancia de una oferta creciente se fue complicando. La proliferación de las pantallas y el populismo de la transparencia de estos años inauditos amenazan con liquidar el misterio, Banksy lo sabe muy bien.

Hay sueños que son anhelos y ciudades que encarnan el aroma de una época: el Londres de Blow Up, el Nueva York del CBGB y el Max´s Kansas City, el Madchester de The Hacienda y el Cool As Fuck, el Seattle anticorporativo, lluvioso y desastrado. Tony Blair intentó convertir su Cool Britain en un programa político de trazos liberales y voluntad modernizadora pero descubrieron sus mentiras. Kurt Cobain se refugió en su invernadero y se pegó un tiro. Hay cosas que no molan nada. Cada época tiene sus ilusiones y sus monstruos. Algunos destellos son eternos y otros estrellas fugaces; qué difícil intuir los que terminarán perdurando.

En mitad de la década de los noventa la electrónica encontró la manera de volverse rutilante. El Sonar echó a andar en 1994, el FIB programó a The Chemical Brothers y a Orbital en 1996 y ese mismo año llegó Siglo XXI a Radio 3 con ánimo de recoger las nuevas sensibilidades. Hasta en las capitales de provincia del mundo global el clubbing se convirtió en una promesa de felicidad, los afters germinaron como oportunidades inesperadas y el down tempo ofreció una manera asequible de disfrutar de los atardeceres en las playas de Goa o Ibiza. Nosotros que creíamos controlar todas las alternativas nos habíamos quedado fuera de juego. La primera reacción fue recurrir al Big Beat, pero fueron los grupos de Bristol con sus sonidos densos, melancólicos, lluviosos, humeantes y cinemáticos los que nos descubrieron una manera de envolvernos en el celofán de la modernidad. En medio del desconcierto apareció Jay-Jay Johanson con su voz sedosa, su fragilidad dandy, su elegancia impecable, sus melodías de film noir, su aire decadente, sus canciones de crepitar electrónico y su romanticismo vulnerable. Estábamos salvados.

Imposible recordar aquella época sin las canciones de Whisky (1996), de Tattoo (1998) o de Poison (2000). El encantamiento se desvaneció pronto y nuestros caminos se bifurcaron. El atentado brutal que cambió la línea del cielo de Manhattan inauguró una nueva época, The Strokes devolvieron el glamour a las guitarras y el sueco se tintó el pelo de caoba, se dejó mecha y melenita y lo apostó todo a la pista de baile con Antenna (2002). El trip hop se había convertido en un cascarón sin sustancia asolado por la sobreexplotación y por los estragos de la publicidad; había que escapar de esa jaula cuanto antes.

El próximo domingo 18 de febrero, a las ocho de la tarde, el creador de piezas tan deliciosas como It Hurts Me So o So Tell the Girl I´m Back in Town se subirá al escenario del Loco Club dispuesto a dar una clase de pop intimista y delicado. Con catorce álbumes de estudio y más de dos décadas de carrera el crooner más elegante tendrá la oportunidad de reivindicarse ante una sala con todas las entradas vendidas. Llega el de Trollhättan con un estupendo trabajo Fetish (2023) repleto de canciones de tempo lento, sustrato electrónico, tono confesional, adornos jazzísticos, susurros de piano, algún eco de easy listening y hasta aromas de bossa nova. Pop de cámara para un antropoceno lleno de desafíos y entropía. La voz más romántica del Trip Hop volverá a acariciar nuestros sentimientos y hasta los que somos de pueblo nos sentiremos por un rato mucho más sofisticados. No nos va a venir mal.

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