Rafa Lahuerta: «València es la gran capital del olvido»

por | 16 febrero 2021 | Entrevistas

Rafa Lahuerta en las playas del norte de València.

Noruega (Drassana, 2020) es uno de esos libros a los que bien se puede aplicar el calificativo de “más grande que la vida”. Sin exagerar. Se trata de una fascinante historia en la que tanto la familia de su narrador, un tal Albert Sanchis Bermell, como las calles en las que se enmarca, ese casco histórico de la capital valenciana degradado y corroído por la globalización, las franquicias y el turismo de masas, son igual de protagonistas. Su autor, Rafa Lahuerta (València, 1971), ratifica todo lo que ya plasmó en su primer libro, La balada del Bar Torino (Drassana, 2014). Charlamos con un escritor que, por increíble que resulte, no pretende serlo. Pese a llevar más de tres décadas madurando estas casi cuatrocientas páginas. Una de las grandes novelas de la ciudad, acreedora del Premi Lletraferit 2020.

Han pasado seis años desde tu anterior libro, el celebrado La balada del bar Torino (Drassana, 2014). ¿Cómo ha sido el trabajo de Noruega (Drassana, 2020)? ¿Has estado todo ese tiempo trabajando en él?

Esta es una historia que tenía en mente desde hace mucho tiempo, lo que ocurre es que no era capaz de hilvanarla. Iba acumulando información y notas, y en uno de tantos intentos por escribirla, realmente se me coló lo que luego fue La balada del bar Torino (2014). Al acabarlo, es cuando ya vi clara esta historia. Lo que conté en aquel libro es lo quería contar aquí también, pero no podía. La balada del bar Torino me vino muy bien para contar la historia de mi familia con toda claridad, con el hilo conductor del Valencia CF. Al acabarlo, enseguida surgió este. Algunos personajes ganaron peso por el camino, y algunos capítulos que iban a salir, no han entrado porque no encajaban bien en la historia. Lo he escrito en los últimos cinco o seis años, sí.

¿Tenías claro que el enclave de la novela debía ser esa València en extinción, el casco histórico fagocitado por la globalización y el turismo de masas?

Clarísimo. Es era el tema. Y encontrar una historia que encajara ahí dentro. Hubiera podido contar otra historia que hubiera sabido contar, pero siempre con ese trasfondo. Es lo que he querido hacer siempre. Contar esa ciudad.

¿Es la vida disoluta del protagonista, Albert Sanchis, y su propio desenlace, un reflejo de lo que le ocurre a esa València?

No van por ahí los tiros, sinceramente. Esa lectura no la he hecho. Me gusta que tú la hagas, porque significa que has hecho tuya la novela y la ves con tus ojos. Soy consciente de que esa ciudad ha desaparecido, por supuesto. Como pasa con todo. Imagino que lo que quería era rescatar parte de mi juventud, de mi infancia, de lo que me habían contado mis padres, de lo que he escuchado a esas personas mayores del barrio a las que siempre me ha gustado escuchar. Tenía el pesar de que esa ciudad estaba desapareciendo. Aunque, de aquí a cuarenta años, la ciudad que conocemos ahora tampoco existirá. Es inevitable. Nada permanece, pero cada uno intenta fijar su momento. Es la gran obsesión que tenemos todos, intentar fijar el tiempo en el que hemos vivido.

Al margen de ese contexto, ¿hay algo de ti en Albert Sanchis? Te lo pregunto porque Rafa Lahuerta es otro protagonista muy secundario de la novela, como si hubieras querido dejar claro que el protagonista no tiene mucho que ver contigo, pese a tener más o menos la misma edad y haber vivido en el mismo barrio.

La gente que me conoce sabe que yo no soy Albert. Soy una persona con cierto pudor, por supuesto. Y con una vida muy rutinaria, y que ama esa rutina por encima de todo. Y que nunca ha dejado de trabajar. He tenido una vida muy estable, llevo con mi mujer 17 años… alguna coincidencia hay, pero no tanto. No me veo muy reflejado en él.

Hay tres capítulos que son como tres paréntesis, tres proyectos inacabados de novela que el protagonista, gran lector, intenta llevar a cabo como escritor, sin éxito. ¿Por qué?

Yo siempre estoy con la sensación de que ya no es posible escribir novelas canónicas, como las de antes. Entre otras cosas porque no hay lectores de novelas a la vieja usanza, creo. Igual me equivoco, es una opinión que parte de mi experiencia como lector. De alguna forma, sí que pensaba en un protagonista que no es capaz de escribir novelas y quiere escribirlas. Al final, es su propia vida lo que es la novela. Y en el fondo creo que todos, absolutamente todos, tenemos una novela a cuestas, y que depende de la gracia, de la dedicación, del estilo, del énfasis que pongamos en escribirlas o no, que esas biografías noveladas salgan a la luz. De hecho, tú mejor que nadie sabrás eso que se dice de “mi vida es una novela”. Es algo que oyes constantemente. Y en el fondo sabes que todas las vidas son novelables, y este chico, el protagonista, intentando escribir la novela, al final, en el último momento, cuando ya no le queda tiempo, ahí es cuando cuenta su vida y donde está realmente la novela. En su vida.

De hecho, el protagonista dice que ya no hay novelas que inventen ciudades. Y también que olvidar en València es como un deporte al que se llega sin necesidad. Que aquí se olvida todo con mucha alegría. Y que es una ciudad maldita sin siquiera saberlo. ¿Crees que formamos parte de una ciudad esencialmente olvidadiza con su propia historia y su cultura?

Totalmente. Esta es la gran capital del olvido. No recuerdo qué poeta era el que ya lo decía. Una ciudad frívola, olvidadiza, pero a la vez muy acomplejada, seguramente porque fue masacrada como muy pocas durante el franquismo. Tanto que ni siquiera sabe que fue masacrada, lo que ya es el colmo de la masacre: que te lo hagan y ni siquiera lo sepas. Porque te han construido un relato a su medida y lo has comprado con absoluta naturalidad. Entre otras cosas, porque a las élites siempre les ha interesado ese relato, y seguramente las clases populares no han tenido la capacidad de revertirlo. Porque no es fácil. Hace falta mucho trabajo. Y a lo mejor, la gente que podría haberlo hecho optó por irse fuera, porque eso les resultaba más atractivo o estimulante. Esa es mi sensación.

Ya que mencionas eso, quizá entre quienes podrían haber revertido ese relato esté el fusterianismo cultural, que en tu libro también se describe como un ámbito excesivamente endogámico, ensimismado y, lamentablemente, sin gran enraizamiento en la sociedad. Algo que, por cierto, también transmitía L’últim dels valencians (Drassana, 2019), la novela de Guillermo Colomer que ganó el anterior premio Lletraferit.

Así es. No enraíza y además ha sido muchas veces condescendiente con aspectos que debería mirar con cariño. Es curioso, porque luego ves que, en otros países, o en otras regiones, los elementos culturales de las clases populares se ven con gran simpatía. Y sin embargo, lo nuestro es como que no llega a despegar porque siempre lo ven como con el manto de una manipulación que procede de ámbitos que ellos no controlan. Creo que ese es uno de los grandes errores de esa visión sobre València. Tú no puedes decirle a la gente que es tonta, o que no da para más. Hay que seducirla de otra manera. Y es evidente que ellos no supieron. E incurrieron en un victimismo muy visible. Digo todo esto sin, por supuesto, dejar de lado el hecho de que había mucha gente muy interesada en que esa visión no cuajara. Es obvio. Ahí hubo un debate soterrado muy visceral, porque se hablaba de emociones de una forma muy alegre, sin llevar ese debate al terreno donde habría que haberlo llevado. Era muy difícil llevarlo, claro. Estamos hablando de décadas de embrutecimiento y sumisión, en las que el acceso a la cultura no era fácil para mucha gente de las clases populares.

Hay también en el libro una reivindicación muy explícita del periodismo que hacía Raúl Núñez hace décadas en sus libros y en sus artículos para la Cartelera Turia, un testigo que fue recogido por Abelardo Muñoz. Ese periodismo casi gonzo, que describe desde la primera persona la vida en el barrio chino (Velluters) y en los bajos fondos de la València histórica.

En el fondo, yo creo que el narrador tiene un problema grave, y es que es un gran cobarde, y no se atreve a ir más allá de lo que él cree que puede ser. Pero hace una reflexión final, diciendo que ojalá hubiera tenido la capacidad de ir más allá de las novelitas, de ir al núcleo duro, al hueso. Yo siempre digo que el novelista es un eterno adolescente, y el adulto es el periodista. Entre ambos, siempre voy a ponerme de lado del periodista, porque sí que es importante. El novelista no deja de ser alguien que en sus ratos libres cuenta historias, más o menos creíbles o verosímiles. Pero el partido está en el periodismo. Yo hubiera querido ser periodista, realmente. Lo que pasa es que no me ha dado para llegar a serlo (risas).

Bueno, yo creo que escribir una novela como la tuya debe ser complicadísimo. Mucho más que elaborar reportajes.

Qué va, qué va. La novela es imaginación, información y memoria. Y la gracia que más o menos tengas para contarlo. Pero la realidad es mucho más exigente. Y además sabes que es algo que sí que se puede cambiar. Una novela no cambia nada. Al menos hoy en día.

El narrador del libro también introduce una cierta crítica a la novela negra, que solo toma la ciudad como un marco geográfico sin más, sin empaparse de su identidad. Como si la novela negra fuera una de las muchas franquicias intercambiables que salpican nuestras ciudades hoy en día.

En la novela negra da la sensación de que siempre estemos jugando con un misterio que es solo de unos pocos. La mayoría de la gente, yo incluido, lleva vidas muy rutinarias, muy convencionales. El misterio real está en esas vidas. No en las supuestas grandes vidas de los canallas. De hecho, el personaje juega con esa trampa del lumpen, pero en el fondo lo que quiere es llevar una vida rutinaria, en la que aprender a darse cuenta de las cosas, a prestar atención al día a día. Pero creo que esa es una batalla perdida, porque el cine, las novelas, la narrativa del último siglo, lo que busca siempre es todo lo contrario. Yo también he hecho trampa: me he servido de todo eso para hacer más atractivo el relato. Porque si no, hubiera sido insoportable (risas). Al final, tú mismo acabas por caer en esos tópicos, porque si no, la novela no la lee nadie.

Resulta apabullante la cantidad de locales y garitos históricos que aparecen en el libro, algunos aún abiertos: la discoteca Sami o Calcatta, pubs como La Marxa o Radio City, bares como Gestalguinos o el Berta, puticlubs del chino como el Kentuqui… leyéndolo, yo pensaba que es casi imposible haberlos frecuentado todos y estar aún vivo. ¿cómo ha sido ese trabajo de documentación?

Te voy a ser sincero. Yo empiezo a pensar en esta historia sobre el año 1990 o 1991. Hay un momento fundacional para mí: mis padres tenían un horno en la calle Zurradores, que es donde nací. Aquella casa se caía abajo, y nos tuvimos que mudar a el barrio de San José (Xúquer), muy lejos de aquella València decimonónica. Pero teníamos tres o cuatro bares del barrio del Mercat Central a los que seguíamos llevándoles el pan. Mi primera visión de la ciudad es cruzar València con un coche lleno de pan, e ir dejándolo en esos bares. Hasta que falleció mi padre, siempre teníamos conversaciones y anécdotas sobre aquellas calles, en las que él había sido muy feliz viviendo. Teníamos un vínculo muy estrecho. Mi padre murió el mismo día en que yo aprobé el carnet de conducir. Así que mi primer trabajo fue, a la semana siguiente, empezar a repartir el pan por esos mismos bares a los que yo había ido con mi padre de niño. Y es una carga emotiva muy potente. Porque cuando yo hacía el reparto, estaba destrozado. Estaba muy presente su impronta, y todo me recordaba a él. Entonces, ¿cómo no me voy a acordar de todos esos bares y de todos los que había alrededor? Es inevitable. Cuando empiezo a darme cuenta de que todo eso se está cayendo y yo quiero rescatarlo de alguna manera, empiezo a anotar los nombres de esos locales. El Saratoga, La Pequeña, el bar Toledo. Sí que es cierto que también pregunté a gente por seis o siete bares que no recordaba, o que no llegué a conocer, pero que es factible que estuvieran abiertos durante aquellos años. La Mina, por ejemplo. O el bar Johnny, cuyo dueño había sido amigo de mi padre, y que en la novela aparece como Johnny el Paraca, un personaje ya presente en La balada del bar Torino (2014), y que es el que me permite empezar a destripar esta historia. Todo eso está ahí. No ha resultado difícil, porque tengo buena memoria, de eso no me puedo quejar. Y lo tenía todo muy presente todavía. No soy rata de biblioteca. Pero han sido 30 años, casi 40 si tenemos en cuenta los tiempos en que iba por allí con mi padre.

Es un libro con el que te has vaciado mucho, has volcado muchísima información acumulada. Tras darlo todo de esta forma, ¿no te daba miedo quedarte sin nada que contar ya en el futuro?

Me da un poco igual, sinceramente. No me preocupa porque no aspiro a tener una carrera literaria. Ocurre que con La balada del bar Torino (2014) creía que me podía quedar tranquilo, hasta que me di cuenta de que aquello era la historia de mi familia a través de una trama futbolística, y no tanto la historia de una ciudad. Ahora estoy muy relajado, porque creo que he cumplido con ese propósito que tenía. Y si además la respuesta de la gente es buena, ¿qué más puedo pedir?

La música también tiene presencia en el libro, con canciones que ilustran momentos muy importantes, en forma de canciones de The Cars, Morrissey, Esclarecidos o Rafael Berrio.

Sí, son todos músicos que me gustan, claro, y ahí he sido muy selectivo porque con la música conviene serlo. Igual que con las referencias a libros o con las citas, que están todas en los capítulos que son como proyectos de novela, que es donde el protagonista se pone más ensayístico. Esos capítulos han sido como una excusa para que la trama principal no quedara tan pedante, y así poder alojar en ellos todas esas referencias de un tío que sí que ha leído, que tiene un poso y que sabe hacia dónde va, aunque luego no lo consigue.

También se nota que has querido atenuar la presencia del fútbol, que está ahí, pero esta vez no deja de ser secundaria.

Claro, por supuesto. De hecho, el personaje consigue eso que yo en la vida jamás conseguiré, que es desengancharse del fútbol y de su equipo. Es lo único que le envidio, realmente (risas). Yo no puedo dejarlo. Y eso sí que es un problema. Es un drama. Yo creía que con La balada del Bar Torino (2014) lo conseguiría, y no. Y ahora ya lo doy por imposible. En la novela ocurre porque el vínculo del narrador con su padre es muy débil, es de desconfianza y de cierto rechazo hacia él. Creo que la pulsión futbolera es incurable cuando la heredas a sangre y fuego de tu padre, como es mi caso. Mi padre también era un personaje diametralmente opuesto al del libro: el clásico valencianot expansivo, alegre, fallero… se parece más al abuelo del libro que al padre. Al no haber conocido a mis abuelos, lo que hice fue disfrazar al de la novela con el ropaje de mi padre. En el libro, el personaje del padre es más tormentoso, quizá para darle sentido al personaje de la hermana, Rocío, que es clave, porque con ella necesitaba hacer verosímil que alguien de un entorno como el del Mercat tuviera ese poso más cultureta, no tan característico del barrio.

Ya que mencionas al personaje de la hermana: ella pinta el Mercat Central como si su plaza fuera una playa. ¿Es una forma de subrayar que València siempre ha vivido de espaldas al mar?

No, porque para mí ese debate es otro debate trampa. Es irreal. València es una ciudad fluvial, con lo cual… de hecho, el mar era fuente de peligro, por eso vivía de espaldas a él. No le interesaba. Tenía la suficiente capacidad para no necesitarlo: tenía el río, tenía la huerta, y por el mar lo único que podía ocurrir es que te atacaran fácilmente. Es una ciudad fluvial construida frente a un río. Y el debate sobre su relación con el mar surge a posteriori, por lo que comentábamos antes, porque vive muy acomplejada y parece que se sienta en la necesidad de hacer todo lo que las demás hacen. Lo que más me jode de esta ciudad es que hemos perdido el río, que era la gran seña de identidad, y la hemos dilapidado, regalándola con una sonrisa. Durante 2.000 años, esta ha sido la ciudad del Turia, y en los últimos 50 años es una ciudad que tiene un jardín en medio del que mucha gente ya desconoce que una vez fue un río, algo que irá a más con el paso del tiempo. Y cuando se ha llegado al mar, ha sido con destrozos, con el famoso Paseo al Mar que dividía la trama urbanística del Cabanyal, que era un tesoro incalculable: un barrio así junto al mar, que no tiene nada que ver con lo que te encuentras en cualquier otra ciudad turística, con un poso tremendo, y que era lo que se debería haber defendido y cuidado. Lo degradas, y luego cuando le quieres buscar soluciones, son mediocres. Porque las soluciones de alto vuelo se nos escapan.

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