Woody Allen afirmó que Ingmar Bergman es el director más importante de la historia del cine (y nadie ha osado decir lo contrario). El IVAC- La Filmoteca de València dedica una extensa retrospectiva al director sueco con motivo de su centenario. Entre 1956 y 1963, Ingmar Bergman (Upsala, 1918- Farö, 2007) se convirtió en uno de los pilares del cine mundial debido a la fuerza simbólica de sus imágenes saturadas de modernidad, a la hondura de unos temas atravesados por reflexiones sobre religión y psicología, y a su necesidad de transfigurar en celuloide su desasosiego personal. En estos años el director sueco elevó sus rasgos distintivos a la enésima potencia mediante el existencialismo de «El séptimo sello», lo autobiográfico en «Fresas salvajes», la fábula en «El manantial de la doncella», hasta derivar en la depuración formal de la trilogía del silencio («Como en un espejo», «Los comulgantes» y «El silencio»).
Bibi Andersson, Bergman y Liv Ullmann en el rodaje de Persona en 1965. Foto: Bo Arne Vibenius/AB Svensk Filmindustrii.
Una fuerte crisis personal, unida al fracaso de su intento de comedia felliniana «Esas mujeres», recibida con una indiferencia casi unánime, pusieron en duda sus logros anteriores. La década de oro se rompió bruscamente, y Bergman se zambulló en una profunda depresión. La enfermedad le condujo a encerrarse en la soledad y la abulia, hasta que en 1965 comenzó un nuevo proyecto que señalaría una de las mayores cimas de su carrera: «Persona» nace del deseo de imprimir en una película los sentimientos de un hombre deshecho que encuentra en el cine un bálsamo. «El ansia de todos nosotros, nuestros sueños incumplidos, las crueldades que cometemos, la angustia de saber que nos extinguiremos han cristalizado y anulado nuestra esperanza en una salvación ultraterrena. Los gritos de nuestra fe, de nuestras dudas en la oscuridad y el silencio son una de las más terribles pruebas de nuestra innegable soledad y del miedo constante que nos posee». En estas palabras que la joven enfermera Alma (Bibi Andersson) lee a la actriz/paciente Elisabeth (Liv Ullmann), está presente buena parte de la esencia del cine bergmaniano.
Sin embargo, el germen que originó «Persona» fue otro: dedicar una película al mundo de la escena, particularmente a las actrices, volcando sus anhelos en una caja de resonancia. No es casual que la película se centre en el súbito mutismo de la actriz Elisabeth Vogler cuando interpreta el papel de Electra. Las sugerencias de este mito clásico nos dan la clave de la lectura psicoanalítica oculta en el film (pero palpitante desde su título; «Persona» deriva del latín y significa máscara, personaje). El resultado es una compleja fotografía que devuelve la dignidad a la enfermedad mental e indaga en lo precario del concepto de identidad -resulta emblemática la secuencia en la que se confunden los rostros de las dos actrices protagonistas-. La estética del film, en una apuesta drástica, golpea también desde los primeros detalles que ofrece al espectador: un proyector que se enciende, la película que corre…Todo el prólogo de «Persona» es un himno a la historia del cine, al tiempo que un compendio de un experimentalismo que deriva a lo subliminal y al uso de símbolos fuertemente emotivos que apelan a lo que Jung llamó el inconsciente colectivo.
La zambullida en el universo femenino, tan caro al cineasta sueco, alcanzaría años más tarde, en 1971, otro momento cumbre. «Gritos y susurros» es una elegía que también fermentó en una época turbia (Bergman se recluyó en la soledad hermética de la isla de Fårö durante el año anterior al rodaje). Menos radical y revolucionaria que «Persona», el film, sin embargo, se interna en lugares donde el cine normalmente no logra entrar; como un suspiro que pasa y persuade sin que se desflore su gracia y su misterio, desaparece con enorme pudor, sin hacer apenas ruido. Bergman, que siempre se identificó más con los personajes femeninos que con los masculinos, en «Gritos y susurros» se adentra en la intimidad, esquivando siempre el cliché, de cuatro mujeres (tres hermanas y una criada) que se encuentran en un tiempo de espera opresivo, ya que la muerte de una de ellas, muy enferma, será inminente.
A estas cuatro mujeres se contraponen cuatro hombres, todos, a diferencia de lo que nos suele proponer el prisma androcéntrico que ha regido el cine, caracterizados en función de su relación con los personajes femeninos. La puesta en escena enmarca a estas mujeres en composiciones simétricas, muy pictóricas, lo que unido al uso expresionista del color convierte cada escena en un cuadro memorable (imposible no pensar en Munch y en sus interiores preñados de sombras). Y sí, todas las mujeres retratadas por Bergman están solas y sufren, es cierto; pero en el caso de Agnese, la criada, y Anna, la enferma, el sufrimiento se ve mitigado por un afecto recíproco. Una muestra del humanismo que subyace siempre en la mirada del director, y que lo distancia de la obra de supuestos herederos como Lars von Trier o Michael Haneke, complacidos en pintar un cosmos ciego y autista.
Tras investigar con diversos formatos en «Secretos de un matrimonio», «El huevo de la serpiente» o «Sonata de otoño», y filmar para la televisión una esplendida versión de «La flauta mágica» de Mozart, en 1981 Bergman llevó a cabo con «Fanny y Alexander» su obra magna de madurez; en cierta forma un testamento y recopilación de la poética que perfeccionó a lo largo de 40 años de carrera. La película tiene un poderoso componente autobiográfico, de hecho el cineasta recrea la casa de Upsala en la que transcurrió buena parte de su inquieta juventud. A inicios del siglo XX, embelesado en la contemplación de un teatro de juguete, nos encontramos con el pequeño Alexander, el protagonista, hijo de una bulliciosa familia sueca, y, obviamente, alter ego del director. En la casa están apunto de celebrar la Navidad, lo que da pie a que desfilen los variopintos miembros de la familia -las relaciones entre ellos evocan el vodevil de «Sonrisas de una noche de verano» – ; todo plasmado en un lienzo rebosante de dorados y rojos suntuosos, casi viscontinianos.
Un inmenso fresco que desborda también a nivel textual, pero orquestado de forma natural, diáfana: la familia disfuncional y la mala conciencia oculta tras la fachada acogedora de sus muchos personajes, el recuerdo de la magia como parte cotidiana de la infancia, el rechazo frontal a Dios y sus profetas. Además, engloba sus convicciones sobre los trasvases entre el teatro y la vida que ya se apuntaban en «Persona». Es emblemático el acto de amor hacia la ficción; un pequeño mundo especular que cuenta con la ventaja de poder liberar la fantasía, del mismo modo que ocurre en los sueños de los niños: Fanny y Alexander se pasman ante el encanto de la linterna mágica, manifestación rudimentaria de los sortilegios del cinematógrafo. Como afirma el padre de Alexander (sin duda una versión idealizada del padre que al propio Bergman le hubiera gustado tener): «Fuera del teatro está el gran mundo y algunas veces nuestro pequeño mundo (el teatro) logra reflejarlo de modo que podemos comprenderlo un poco mejor». Bergman introduce más tarde una cita del que fue su gran inspiración, el autor teatral, también sueco, August Strindberg; en uno de los instantes finales del film, la abuela Helena lee «El sueño» a Alexander. «Todo puede suceder, todo es posible y probable. Los personajes se dividen, se desdoblan, se multiplican, se evaporan, se condensan, se dispersan, se reúnen. Pero una conciencia los gobierna a todos, la de la persona que sueña. La imaginación siempre hila y teje nuevos diseños».